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domingo, 10 de agosto de 2014

Pinturas rupestres en el Teul. Encuentro con el misterio
























- En este rancho vivimos de chicos. Allá, atrás de aquel cerro, donde se ve una loma entre los cerros, donde está dando el sol horita, era nuestro rancho de aguas. Allás nos íbamos a la ordeña desde mayo, hasta septiembre, cuando regresábamos a la escuela. También sembrábamos. En el rancho de aguas y más acá. Acá donde ahora están las siembras que estamos viendo. Y esa cueva... ¿No conoces esa cueva? Pos ahí hay pinturas rupestres, dibujos de los cavernícolas. ¿A poco nunca has ido? Más recientemente, ahí la gente llegó a vivir. Por eso están humeadas las paredes de la cueva.

- Pues, no conozco. Es más. Nunca en mi vida he visto pinturas rupestres en vivo. Las conozco en libros, por fotografías.

- Carlos, ¿no te gustaría conocer las pinturas rupestres que están allá arriba, en la cueva de enfrente? Yo hace rato hice la lucha de pasar el río, pero no quise quitarme los zapatos y mejor no pasé. A Laura ni le digan, porque las mujeres son más torpes para andar entre el río y subir cerros. Hay mucha yerba y el cerro está disparejo. No vaya a ser que se le rompa una pierna.

Y ganamos el camino rumbo a la cueva. No hay camino. El camino hay que abrirlo entre el pajonal. El río no tenía mucha agua. Así que lo cruzamos a brincos. Cayendo en las partes secas del tepetate. Rodeamos una labor. Nos fuimos por la orilla del barbecho. Siempre la boca de la cueva era nuestra única guía. El cerro no es fácil. Y menos para quien siempre ha vivido en la ciudad. "Yo no sé andar en el monte", repetía Carlos, como diciendo que no había por qué ir tan aprisa. Casi para llegar a la cueva hicimos un descanso, desde donde volteamos a ver la inmensidad del valle. Allá se veía el rancho. Frente a nosotros están las labores. Y más allá el amplio y luminoso campo verde de las tres de la tarde. En el fondo la cordillera de cerros. Centinelas del paisaje teulense.

Por sacar la cámara y enfocarla hacia la boca de la cueva, sin ver el piso, di un paso en falso. Caí en un pozo que tenía enfrente. Que no vi, por tener la vista al frente. Distraído por asomarme sólo por el visor, perdí el sentido de realidad. Por fortuna, el hoyo estaba muy bajo. Pequeño susto.

Alcanzamos a descubrir un camino hecho entre el yerbal por pisadas humanas o de animal, vayan ustedes a saber, pero se notaba que alquien más había estado recientemente en este lugar.

Llegamos a la parte alta del cerrito. Antes de entrar a la cueva está una cerca de piedra, enlamada por el paso del agua, el viento y el tiempo. Caen una goteras por arriba de la cueva, en las faldas del cerro. Es el agua de la lluvia que moja el suelo y sigue corriendo, muchas horas después que terminó la tormenta. Esa agua escurre también al interior de la cueva. El techo de ésta tiene surcos color ocre, que los escurrimientos de agua han hecho por miles de años.

Al entrar a la cueva no se distinguen bien las marcas en la pared. Hay que acercarse. Conforme los pasos se acercan al fondo de la cueva el misterio aparece ante nuestros ojos. Eran hombres y mujeres primitivos. Que nunca supieron, leer ni escribir. Pero en su corazón gemía la belleza, el ansia de infinito, la presencia sobrecogedora de la gracia. Y esos gritos de vida sobrenatural en el interior de aquellos seres humanos primitivos se volvieron deseo de pintar. Figuras humanas. Se distinguen los pies, los brazos, la cabeza. Decoradas con color rojo. Hay un trazo que ocupa buena parte de la pared de la cueva que representa una línea ondulada, sube y baja, como si fueran cerros o una víbora. El rojo de pintura vegetal remarca también esta línea.

Hay más dibujos sobre la piedra. La mayoría no se distingue porque los cubre el hollín. En el centro se nota un hueco, hecho por saqueadores que, al amparo de la noche, quisieron descubrir un tesoro enterrado en tiempos de la Independencia, de la Revolución o de la Cristiada. A un lado, dejaron piedras negras, redondas, como manos de molcajete, y un pedazo de metate chico.

En la parte norte existe un nicho de casi un metro de alto, por quince centímetros de fondo. Carlos interpretó que podía ser el lugar del numen protector del lugar. En el otro extremo, al lado sur de la cueva, se distingue una especie de báculo. Se nota una línea vertical en la pared, dibujada en la piedra y rematada por un gancho, que parece ser la parte superior del báculo. Símbolo de autoridad, quizás. Ahí mismo, en piso, se halla una piedra cubierta totalmente de musgo verde. Un verde claro, vivo, refulgente. Carlos me hace notar que en el centro tiene un hueco. Un hueco labrado. Se aprecia la figura rectangular. Los bordes bien trabajados. Como de diez centímetros de honda.

Carlos hizo una interpretación esotérica del lugar. Dijo que quizás éste sería un lugar iniciático, antes de llegar al famoso centro ceremonial del Cerro del Teul. Los peregrinos llegaban por el sur de la cueva, por la figura del báculo y recorrían toda la cueva en reverencia a cada uno de los símbolos con significado religioso para las personas de aquellos tiempos. Quien sabe. Ha pasado tanto tiempo. Sólo quedan las pinturas en la pared de esta cueva. En espera que alguien las valore, las rescate, las restaure y se les cuide como herencia cultural para esta generación y las siguen.

Tomamos fotos de casi toda la cueva. Mirada profanadora, en un sitio que antes tuvo una dedicación a reverenciar el misterio.

Bajamos con más cuidado que a la subida. En el corazón palpitaba el encuentro con lo extraño, con la creación humana que balbucía los sentimientos y los gemidos del ser en el corazón de los teulenses antiguos. Encuentro con el misterio, al fin y al cabo.

Cuando contamos lo sucedido, dijo una voz de prudencia: No se ocurra subir al Face estas fotos. Tan bien que se han conservado las pinturas. Capaz que muchos fisgones vendrán a tocar, a maltratar. Cuando mucho, que se entere Peter Jiménez y nadie más.

Quizás haya razón en cuidar la localización de este sitio. Hasta en tanto no se protejan debidamente las pinturas. Pero también son una herencia común. Alguien, al verlas, sentirá el latir del encuentro con el misterio, como nosotros. 

Si se han cuidado solas por miles y miles de años, ¿por qué, alguien de esta generación querrá acabarlas? ¿hemos llegado a grado tal de irracionalidad y de violencia contra lo desconocido?

Como quiera que sea, les cuento que estas pinturas rupestres son un encuentro con el misterio. Los delirios del ser de los humanos primitivos nos hablan de otras épocas y de otras formas de describir la vida. Es parte de nuestra herencia. Una herencia rica, abundante, variada. Somos los cachitos sueltos de tanto patrimonio creado por anteriores generaciones. ¿Cuándo acabaremos de juntar nuestros pedacitos de patrimonio cultural regados por tantas partes?


Hugo Ávila Gómez
 

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