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 En este rancho vivimos de chicos. Allá, atrás de aquel cerro, donde se 
ve una loma entre los cerros, donde está dando el sol horita, era 
nuestro rancho de aguas. Allás nos íbamos a la ordeña desde mayo, hasta 
septiembre, cuando regresábamos a la escuela. También sembrábamos. En el
 rancho de aguas y más acá. Acá donde ahora están las siembras que 
estamos viendo. Y esa cueva... ¿No conoces esa cueva? Pos ahí hay 
pinturas rupestres, dibujos de los cavernícolas. ¿A poco nunca has ido? 
Más recientemente, ahí la gente llegó a vivir. Por eso están humeadas 
las paredes de la cueva.
- Pues, no conozco. Es más. Nunca en mi vida he visto pinturas rupestres en vivo. Las conozco en libros, por fotografías.
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 Carlos, ¿no te gustaría conocer las pinturas rupestres que están allá 
arriba, en la cueva de enfrente? Yo hace rato hice la lucha de pasar el 
río, pero no quise quitarme los zapatos y mejor no pasé. A Laura ni le 
digan, porque las mujeres son más torpes para andar entre el río y subir
 cerros. Hay mucha yerba y el cerro está disparejo. No vaya a ser que se
 le rompa una pierna.
Y ganamos el camino rumbo a la cueva. No hay camino. El camino hay que abrirlo 
entre el pajonal. El río no tenía mucha agua. Así que lo cruzamos a 
brincos. Cayendo en las partes secas del tepetate. Rodeamos una labor. 
Nos fuimos por la orilla del barbecho. Siempre la boca de la cueva era 
nuestra única guía. El cerro no es fácil. Y menos para quien siempre ha 
vivido en la ciudad. "Yo no sé andar en el monte", repetía Carlos, como 
diciendo que no había por qué ir tan aprisa. Casi para llegar a la cueva
 hicimos un descanso, desde donde volteamos a ver la inmensidad del 
valle. Allá se veía el rancho. Frente a nosotros están las labores. Y 
más allá el amplio y luminoso campo verde de las tres de la tarde. En el
 fondo la cordillera de cerros. Centinelas del paisaje teulense.
Por
 sacar la cámara y enfocarla hacia la boca de la cueva, sin ver el piso,
 di un paso en falso. Caí en un pozo que tenía enfrente. Que no vi, por 
tener la vista al frente. Distraído por asomarme sólo por el visor, 
perdí el sentido de realidad. Por fortuna, el hoyo estaba muy bajo. 
Pequeño susto.
Alcanzamos
 a descubrir un camino hecho entre el yerbal por pisadas humanas o de 
animal, vayan ustedes a saber, pero se notaba que alquien más había 
estado recientemente en este lugar.
Llegamos
 a la parte alta del cerrito. Antes de entrar a la cueva está una cerca 
de piedra, enlamada por el paso del agua, el viento y el tiempo. Caen 
una goteras por arriba de la cueva, en las faldas del cerro. Es el agua 
de la lluvia que moja el suelo y sigue corriendo, muchas horas después 
que terminó la tormenta. Esa agua escurre también al interior de la 
cueva. El techo de ésta tiene surcos color ocre, que los escurrimientos 
de agua han hecho por miles de años.
Al
 entrar a la cueva no se distinguen bien las marcas en la pared. Hay que
 acercarse. Conforme los pasos se acercan al fondo de la cueva el 
misterio aparece ante nuestros ojos. Eran hombres y mujeres primitivos. 
Que nunca supieron, leer ni escribir. Pero en su corazón gemía la 
belleza, el ansia de infinito, la presencia sobrecogedora de la gracia. Y
 esos gritos de vida sobrenatural en el interior de aquellos seres 
humanos primitivos se volvieron deseo de pintar. Figuras humanas. Se 
distinguen los pies, los brazos, la cabeza. Decoradas con color rojo. 
Hay un trazo que ocupa buena parte de la pared de la cueva que 
representa una línea ondulada, sube y baja, como si fueran cerros o una 
víbora. El rojo de pintura vegetal remarca también esta línea.
Hay
 más dibujos sobre la piedra. La mayoría no se distingue porque los 
cubre el hollín. En el centro se nota un hueco, hecho por saqueadores 
que, al amparo de la noche, quisieron descubrir un tesoro enterrado en 
tiempos de la Independencia, de la Revolución o de la Cristiada. A un 
lado, dejaron piedras negras, redondas, como manos de molcajete, y un 
pedazo de metate chico.
En
 la parte norte existe un nicho de casi un metro de alto, por quince 
centímetros de fondo. Carlos interpretó que podía ser el lugar del numen
 protector del lugar. En el otro extremo, al lado sur de la cueva, se 
distingue una especie de báculo. Se nota una línea vertical en la pared,
 dibujada en la piedra y rematada por un gancho, que parece ser la parte
 superior del báculo. Símbolo de autoridad, quizás. Ahí mismo, en piso, 
se halla una piedra cubierta totalmente de musgo verde. Un verde claro, 
vivo, refulgente. Carlos me hace notar que en el centro tiene un hueco. 
Un hueco labrado. Se aprecia la figura rectangular. Los bordes bien 
trabajados. Como de diez centímetros de honda.
Carlos
 hizo una interpretación esotérica del lugar. Dijo que quizás éste sería
 un lugar iniciático, antes de llegar al famoso centro ceremonial del 
Cerro del Teul. Los peregrinos llegaban por el sur de la cueva, por la 
figura del báculo y recorrían toda la cueva en reverencia a cada uno de 
los símbolos con significado religioso para las personas de aquellos 
tiempos. Quien sabe. Ha pasado tanto tiempo. Sólo quedan las pinturas en
 la pared de esta cueva. En espera que alguien las valore, las rescate, 
las restaure y se les cuide como herencia cultural para esta generación y
 las siguen.
Tomamos fotos de casi toda la cueva. Mirada profanadora, en un sitio que antes tuvo una dedicación a reverenciar el misterio.
Bajamos
 con más cuidado que a la subida. En el corazón palpitaba el encuentro 
con lo extraño, con la creación humana que balbucía los sentimientos y 
los gemidos del ser en el corazón de los teulenses antiguos. Encuentro 
con el misterio, al fin y al cabo.
Cuando contamos lo sucedido, dijo una
 voz de prudencia: No se ocurra subir al Face estas fotos. Tan bien que 
se han conservado las pinturas. Capaz que muchos fisgones vendrán a 
tocar, a maltratar. Cuando mucho, que se entere Peter Jiménez y nadie 
más.
Quizás
 haya razón en cuidar la localización de este sitio. Hasta en tanto no 
se protejan debidamente las pinturas. Pero también son una herencia 
común. Alguien, al verlas, sentirá el latir del encuentro con el 
misterio, como nosotros. 
Si
 se han cuidado solas por miles y miles de años, ¿por qué, alguien de 
esta generación querrá acabarlas? ¿hemos llegado a grado tal de 
irracionalidad y de violencia contra lo desconocido?
Como
 quiera que sea, les cuento que estas pinturas rupestres son un 
encuentro con el misterio. Los delirios del ser de los humanos 
primitivos nos hablan de otras épocas y de otras formas de describir la 
vida. Es parte de nuestra herencia. Una herencia rica, abundante, 
variada. Somos los cachitos sueltos de tanto patrimonio creado por 
anteriores generaciones. ¿Cuándo acabaremos de juntar nuestros pedacitos
 de patrimonio cultural regados por tantas partes?
Hugo Ávila Gómez


